En el Antiguo Testamento (Génesis 2:24), se dice: «Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.»
Millones de
ciudadanos del mundo, que podríamos calificar como intelectualmente «muy
capaces», más otra gran cantidad, a la que podríamos calificar como
intelectualmente «capaces», toman en
cuenta los reglamentos contenidos en la Biblia.
Esta
evidencia nos hace pensar que, si no existiera esa obligación impuesta por un
libro sagrado, todas esas personas «muy capaces» y «capaces», harían lo
contrario, esto es: «Por tanto, el hombre conservará el apego a sus
progenitores, y se juntará con su mujer, conservando sus respectivas
individualidades».
Con estos
pocos elementos, ya estamos en condiciones de comprender una razón por la cual
los humanos hemos implantado la prohibición del incesto.
Si para
organizarnos en sociedades necesitamos que las nuevas generaciones constituyan
nuevos núcleos familiares, la vinculación con la casa paterna tienen necesariamente
que perder intensidad.
En el caso
que los hijos, hermanos y padres tuvieran relaciones sexuales entre sí, el amor
entre ellos sería tan fuerte que nunca se irían.
El placer
sexual estrecha y profundiza los vínculos entre las personas, así como el rechazo
los debilita e interrumpe.
El amor que
circula en una familia normal es tan fuerte, que las relaciones incestuosas
difícilmente incluirían algún tipo de rechazo que prometiera un debilitamiento
o interrupción del vínculo.
Existen
grandes posibilidades de que aquella norma del Génesis 2:24, sea complementaria
de la prohibición del incesto (sin la cual, sería imposible el desapego
recomendado por el versículo).
Los humanos
siempre hemos querido conquistar nuevos territorios. Necesitamos aumentar indefinidamente
nuestro poder y control.
El referido
versículo intenta sustituir la anexión violenta de los patrimonios, ordenando que las familias se unan
amorosamente mediante el casamiento de sus hijos.
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