Nuestra cultura no incluye una buena formación, ni hogareña
ni escolar, en sexualidad y en el uso del dinero.
La vida en familia parece muy normal, muy
simple, natural, pero esta sensación no hace más que complicarnos
afectivamente.
Si por el contrario, todos estuviéramos de
acuerdo que es más fácil convivir con los compañeros de trabajo, con los
compañeros de estudio o con los amigos del club social, la vida familiar no
sería tan perturbadora, pues ya tendríamos asumido que vivir bajo un mismo
techo, con un tipo de confianza superior al que tenemos en otros ámbitos, donde
la vestimenta y las actitudes son tan íntimas pero donde simultáneamente rige
la fantasmal prohibición de vincularnos sexualmente (prohibición del incesto),
eso sí que es difícil de sobrellevar... con el agravante de que cada uno cree
ser el único que padece esa mortificación.
Lo repito con otras palabras: la convivencia
en familia es difícil pero cada uno cree ser el único que padece esa
dificultad.
Esta sensación de exclusividad ocurre porque
de estas sensaciones no se habla. Dentro del hogar existen prohibiciones
severas y ominosas (abominables, de mal agüero, execrables).
Son prohibiciones que resultan abrumadoras
porque están asociadas a deseos sexuales muy intensos y son abominables porque
no puede hablarse de ellas y, peor aún, nadie explica porqué existe tal
prohibición. Parecería ser que todo el mundo tiene que «nacer sabiéndolo» y que la ignorancia del
por qué, revela una anormalidad mental o moral, grave.
En este
contexto se encuentran explicaciones de por qué los hijos no reciben de sus
padres algún tipo de asesoramiento práctico de cómo manejar el dinero.
Observemos
que ni en el hogar ni en la escuela está previsto que los niños reciban una
clara, explícita y profunda formación sobre sexualidad y sobre el uso del
dinero.
(Este es el
Artículo Nº 1.603)
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