Ya se habían retirado los tíos que vivían lejos y el viudo aceptó alojarse algunos días en lo de su hermanastra.
El viejo estaba mucho más decaído que los
huérfanos.
Quienes lo conocían dudaban de tanto amor por
la difunta, porque no conocían un detalle importante.
Él se enamoró una sola vez de una compañera de
escuela que lo ignoró impiadosamente.
Cada mujer que pasó por su vida, ocupaba sin
saberlo, el lugar de Silvia Novak, la rubia con ojos de cielo y corazón de estatua.
Esta muerte castró de cuajo la fantasía
escolar.
Finalizado el velatorio de su madre, los
hermanos ocupaban sendos sillones de mimbre, solos en la casa que cada vez
parecía más grande.
No hablaban, hacía calor, ella se había puesto
el vestido de todos los días y se abanicaba con una
revista. Él se había quitado la camisa y luego de bañarse, se quedó con un
pantalón corto y descalzo.
Ella
le devolvía la mirada de vez en cuando, pero él no dejaba de observarla.
Repentinamente
se levantó con el vestido pegado por la transpiración y volvió con otro, recién
bañada, con olor a jabón, a champú y a un perfume dulzón que sólo usaba en las
piernas.
Estas nuevas sensaciones lo obligaron a retreparse
en el sillón para volver a mirarla, ahora con otras ideas en su cabeza.
Ella
volvió a su asiento, girándolo levemente en dirección a su hermano. Pero seguía
callada.
Se
subió un poco más el ruedo de la pollera, agitó como a un fuelle el escote del
vestido rojo y semi-transparente.
Ese
gesto de ella le recordó cómo hacía para controlar las ganas de golpearla
cuando eran adolescentes y ella le hacía la felonía diaria:
Se
encerraba en el baño, se desnudaba, se metía bajo la ducha y comenzaba a
masturbarse mientras se acariciaba el ano imaginando una relación sexual casi
cruel con ella.
La
había fantaseado atada a una rueda, o gritando de placer, u orinándose con
desesperación porque él se retiraba con excitante malignidad en el momento en que ella no podía
contener el orgasmo.
Mientras
él maquinaba esos recuerdos de erotismo vengativo y desconsiderado, ella
entrecerraba los ojos como si también estuviera urdiendo fantasías agresivas.
Nuevamente
se puso de pié con energía, arrastró el sillón para sentarse frente a su
hermano, se quitó las sandalias, lo encerró poniendo un pie a cada lado de los
muslos de él, y con gesto decidido, le preguntó: —¿Cómo nos repartimos la
plata?
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