sábado, 21 de julio de 2012

Fraternidad tropical


Ya se habían retirado los tíos que vivían lejos y el viudo aceptó alojarse algunos días en lo de su hermanastra.

El viejo estaba mucho más decaído que los huérfanos.

Quienes lo conocían dudaban de tanto amor por la difunta, porque no conocían un detalle importante.

Él se enamoró una sola vez de una compañera de escuela que lo ignoró impiadosamente.

Cada mujer que pasó por su vida, ocupaba sin saberlo, el lugar de Silvia Novak, la rubia con ojos de cielo y corazón de estatua.

Esta muerte castró de cuajo la fantasía escolar.

Finalizado el velatorio de su madre, los hermanos ocupaban sendos sillones de mimbre, solos en la casa que cada vez parecía más grande.

No hablaban, hacía calor, ella se había puesto el vestido de todos los días y se abanicaba con una revista. Él se había quitado la camisa y luego de bañarse, se quedó con un pantalón corto y descalzo.

Ella le devolvía la mirada de vez en cuando, pero él no dejaba de observarla.

Repentinamente se levantó con el vestido pegado por la transpiración y volvió con otro, recién bañada, con olor a jabón, a champú y a un perfume dulzón que sólo usaba en las piernas.

Estas  nuevas sensaciones lo obligaron a retreparse en el sillón para volver a mirarla, ahora con otras ideas en su cabeza.

Ella volvió a su asiento, girándolo levemente en dirección a su hermano. Pero seguía callada.

Se subió un poco más el ruedo de la pollera, agitó como a un fuelle el escote del vestido rojo y semi-transparente.

Ese gesto de ella le recordó cómo hacía para controlar las ganas de golpearla cuando eran adolescentes y ella le hacía la felonía diaria:

Se encerraba en el baño, se desnudaba, se metía bajo la ducha y comenzaba a masturbarse mientras se acariciaba el ano imaginando una relación sexual casi cruel con ella.

La había fantaseado atada a una rueda, o gritando de placer, u orinándose con desesperación porque él se retiraba con excitante malignidad en el momento en que ella no podía contener el orgasmo.

Mientras él maquinaba esos recuerdos de erotismo vengativo y desconsiderado, ella entrecerraba los ojos como si también estuviera urdiendo fantasías agresivas.

Nuevamente se puso de pié con energía, arrastró el sillón para sentarse frente a su hermano, se quitó las sandalias, lo encerró poniendo un pie a cada lado de los muslos de él, y con gesto decidido, le preguntó: —¿Cómo nos repartimos la plata?

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