El deseo prohibido y mortificante puede estar representado inconscientemente por algún órgano que termina enfermándose y siendo extirpado quirúrgicamente.
El
deseo es ese impulso que nos obliga a conseguir algo. Los más sencillos pasan
desapercibidos: leer un libro que podemos comprar o leer en una biblioteca,
volver a escuchar una canción que tenemos guardada en un DVD, pasearnos
desnudos por dentro de la casa cuando casualmente todos se han ido.
Ninguno
de ellos es peligroso, si no pudiéramos satisfacerlos tendríamos una molestia
tolerable y son fácilmente postergables para una mejor oportunidad.
Pero
algunos deseos son difíciles, exigentes, tiránicos y tan «caprichosos» que
cuando no pueden cumplirse, en vez de resignarse, aplacarse, olvidarse, se
«ponen de mal humor» y la insistencia entra en una escalada atormentadora.
Si
una piedra en el zapato molesta (dicen que dentro del preservativo es aún
peor), ciertos deseos se vuelven diabólicos, malignos, persecutorios.
La
principal causa de estos deseos es la prohibición del incesto. Este amor
frustrado por uno de los progenitores, por ambos o por algún familiar
expresamente inaccesible, provoca tanto malestar que tiene que ser resuelto sea
como sea, sin reparar en los costos, sin poder buscar serenamente la solución
más eficaz, económica e inteligentes.
La
solución menos mala, la más comúnmente utilizada es la represión del deseo
incestuoso, volviéndolo inconsciente.
Cuando
esto ocurre el sujeto no recuerda nada. Si alguien le dice que una vez deseó
«casarse» con el padre o la madre, lo negará con total convicción y sinceridad.
Pero
una solución más costosa es imaginar que ese deseo sexual prohibido pasa a
estar representado por algún órgano.
Ese
órgano (vesícula biliar, riñón, útero, apéndice o cualquier otro
«prescindible») es imaginariamente erigido como representante del deseo
prohibido.
Por
eso se «enferma» (se inflama como un pene erecto) y termina siendo extirpado.
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