El funcionamiento del animal humano mejora y prolonga su vida cuando está sometido a presiones, dificultades, escaseces, estrés, incertidumbre, prohibiciones.
Nadie puede decir con certeza qué habría sido
de nuestra especie si el incesto no fuera prohibido.
Aventuro una hipótesis: la población mundial
no ascendería a 7.000 millones de personas como afirma Naciones Unidas y
probablemente aún no se habría inventado la rueda o estaríamos por entender la
fórmula del agua tibia.
¿Por qué esa odiosa prohibición es tan
necesaria que si no existiera viviríamos en un primitivismo mayor al que
padecemos?
La hipótesis que propongo en este artículo es
que la represión es una fuente de energía humana aún no superada.
Olvídense de que la prohibición del incesto
obedece a causas genéticas y que no debemos tener sexo con personas de la
familia porque engendraríamos monstruos. Esto es un mito disparatado que sigue
generando adeptos.
Según algunos antropólogos el origen de esta
norma de hierro vigente en casi todas nuestras colectividades respondió a la
necesidad de establecer lazos familiares pacificadores de las continuas luchas
entre tribus vecinas.
Si nuestras mujeres quedan reservadas para los
varones de la tribu vecina y ellos hacen lo mismo, terminaremos rodeados de
tíos, sobrinos, nietos, cuñados, yernos, suegros, con los que la guerra podrá
continuar pero con muchos menos derramamientos de sangre (como actualmente
ocurre).
Sin embargo, esta explicación antropológica no
está indicado el verdadero origen que nos llevó a establecer la prohibición.
Los humanos funcionamos bien cuando tenemos
que superar ciertas resistencias (1). Las facilidades nos atrofian, nos vuelven
apáticos, indolentes, aburridos, deprimidos y nada más complicado que renunciar
a la madre, al padre o a los hermanos para saciar nuestro pujante deseo
reproductivo (sexual).
En suma: los humanos somos la única especie que prohíbe el incesto porque
necesitamos dificultades para mantenernos activos.
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