«Hecha la ley, hecha la trampa» expresa un aforismo muy pragmático, realista y —para algunos—, un poco escéptico.
La creencia
en Dios aporta una cantidad de soluciones que, en definitiva, no dejan de ser
trampas a leyes antipáticas.
Llegar a la
edad adulta y perder la protección de nuestro padre biológico, es una ley
molesta para la cual es posible crear la ilusión de que existe otro padre, del
cual nunca perdemos su protección (Dios).
Que algún
día dejemos de existir, entra en penoso conflicto con el instinto de
conservación, el que nos obliga a defender nuestra vida desesperadamente.
Pero a esta
ley natural, le hacemos trampa evadiéndola con la convicción de que en
realidad, nunca morimos sino que tenemos un alma que migra, viaja de generación
en generación y que lo único que ocurre es que nos mudamos de cuerpo como de
vivienda.
Más aún,
por no querer aceptar que vivir implica soportar
molestias y frustraciones, nos convencemos de que ellas no son otra cosa que el
pago de una deuda, generada por alguien ajeno, un antepasado y que es
nuestra hidalguía, bondad y apego a la moral, lo que nos lleva a padecer
(pagar) aquella deuda, con enfermedades, accidentes y sufrimientos.
Para que
este emprendimiento evasor funcione mejor, un grupo de voluntarios instituyen
organizaciones encargadas de administrar el no reconocimiento de que somos
seres vivos como cualquier otro, sin cualidades, méritos ni privilegios
especiales.
Finalmente,
algo muy irritante y que también puede ser evadido haciendo uso de estas
instituciones (religiones), es una ley cultural, particularmente frustrante. Me
refiero a la arbitraria prohibición del incesto.
Las
instituciones religiosas aseguran que sus fieles forman una gran familia, que
todos son hermanos entre sí y —para evadir la prohibición del incesto—
estimulan el casamiento entre ellos.
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