
Nuestros padres se divorciaron pero
continuaron una amistad muy civilizada, aparentemente sincera, pero algo me
perdí porque Sofía no paraba de discutir con ellos, con acusaciones y
recriminaciones.
Llegué a pensar que estaba un poco loca pero
continuaba admirándola porque yo hacía una especie de valoración romántica de
los psicóticos. Como si estos fueran personas libres, prejuiciosamente
incomprendidos, creativos, originales, contraculturales.
Cuando fuimos adolescentes mi hermana quedó
embarazada de uno de sus compañeros de teatro. Estaba radiante, pasó las
primeras semanas cantando, el hombre la adoraba y la colmaba de atenciones,
pero un día desapareció de los lugares que solía frecuentar.
Sofía cayó en un pozo depresivo que provocó un
cambio de actitud en mis padres. Ellos no paraban de criticarla cuando lucía
feliz pero se volvieron sobreprotectores cuando la vieron tan decaída.
No pasó mucho tiempo sin que apareciera otro
varón que la amara y que representara muy bien el papel de «padre
incondicional de hijo ajeno».
Así pasó el tiempo, nació Macarena, fea y
llena de pelos, pero a quien los años le sentaron de maravilla.
Casualmente (porque no tiene por qué ser así),
fueron muy amigas con su madre y desde pequeña iban juntas a los ensayos,
siempre nocturnos y madrugadores.
Macarena creció en ese ambiente, lo ama con pasión
aunque sólo tiene talento como espectadora.
Sofía tenía
amigos, amantes, novios, la relación con nuestros padres nunca mejoró, yo
seguía admirándola por su audacia, siguió fumando aún cuando al gran rebaño le
fue inducida una feroz hipocondría.
Parecía
feliz, pero le tocó en suerte un cáncer de pésimo pronóstico, para deleite
confirmatorio del rebaño y desdicha de otros.
Durante los
últimos días nos dedicamos a conocernos mejor, le conté de mi admiración y
también de mi envidia por su maravillosa personalidad.
No se
arrepentía de nada aunque le quedaba una duda.
Cuando supo
que Macarena era la amante de su padre biológico, se abstuvo de actuar como en
las telenovelas.
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