En otro artículo (1) les comentaba que el
perro en particular y las otras mascotas en general, se ganan el sustento (las
alimentamos, damos alojamiento, paseos, etc.) porque nos entregan el servicio
de aceptar nuestros olores más impopulares.
Si sólo contáramos con los recursos que la
naturaleza le entrega (instala) a nuestra especie, no tendríamos asco.
Esta reacción que tenemos ante ciertos
estímulos, es aprendida.
Aunque parezca muy desvinculado, los humanos
necesitamos tener asco para poder integrarnos al sistema de convivencia que
hemos inventado desde hace miles de años.
El aprendizaje de esta reacción automática,
pasa a funcionar con la misma eficacia de una reacción instintiva: tanto
parpadeamos cuando sentimos una explosión como fruncimos la nariz mientras nos
alejamos de un olor desagradable.
Nuestro sistema de convivencia tiene como uno
de sus ejes centrales la prohibición del incesto.
Por semejanza (afinidad, asociación), somos
adiestrados para inhibir los deseos sexuales, los que sólo podrán satisfacerse
fuera de la familia consanguínea (prohibición del incesto), en una relación
heterosexual y dentro de un vínculo permanente y monogámico (matrimonio).
El procedimiento más efectivo para que podamos
inhibir nuestra sexualidad, es inculcarnos el asco.
Esta reacción que aprendemos, es muy
resistente a los cambios y los adultos conservamos casi intacta la educación
higiénica que recibimos en la niñez.
Por este motivo, nuestros padres y cuidadores
no podrán evitar imponernos (con diferentes grados de intolerancia) eso que
ellos tanto necesitan: no tocar excrementos, bañarse, evitar malos olores.
Para lograr estos objetivos (reprimirnos
sexualmente mediante el desarrollo del asco), hacen falta recursos materiales:
un baño con agua corriente, pisos lavables, jabón, antisudoral.
En las clases sociales donde estos elementos
escasean, el asco es una reacción mucho menos enérgica, la sexualidad está
menos inhibida y se reproducen con más facilidad.
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