viernes, 6 de septiembre de 2013

Los hijos fundan nuevas familias



 
La prohibición del incesto provoca una molestia intolerable, pero las demás molestias padecidas en la patria suelen soportarse sin tener que emigrar.

Si usted destina algo más de un minuto para ver el video cuyo link agrego al final del texto, podrá observar el trabajo de los «empujadores»: personal del metro de Japón, donde, a ciertas horas, los pasajeros entran a presión en los vagones sobrecargados.

La mayoría de estos usuarios viajan incómodos, pero pagan por el servicio un valor correspondiente a condiciones más satisfactorias.

También podría decir que la mayoría de estos pobladores de Japón viven mal, desconformes con el esfuerzo que tienen que hacer para llegar a viejos y morir.

«En todas partes se cuecen habas» y, en todos los países, los humanos tenemos que sacrificarnos, esforzarnos, sufrir incomodidades, frustraciones, tener la sensación de que «alguien» está abusando de nosotros y que nos explota como a esclavos.

Por lo tanto, si usted tiene esa sensación quizá pueda recibir la dudosa buena noticia de que es normal, que su penosa situación está dentro de lo esperado, y que «mal de muchos consuelo de tontos».

Claro que, en este tema, no es fácil diferenciar a un tonto de un sabio, pues los sabios, por su condición de tales, SABEN que razonablemente no se puede esperar nada mejor.

La prohibición del incesto es una incomodidad creada por el ser humano que, por oponerse al instinto de conservación de la especie (instinto sexual), provoca el abandono de la casa paterna para fundar otra familia. Sin esa incomodidad, el deseo sexual podría satisfacerse sin asumir nuevos compromisos, sin formar nuevos clanes, liderados por jefes jóvenes y vitales que defiendan su territorio e, indirectamente, el territorio nacional.

Sin embargo, las molestias de vivir en el país de nacimiento suelen tolerarse sin tener que emigrar.

 
(Este es el Artículo Nº 1.987)

La prohibición como estímulo



 
Lo importante es que los adultos impongan prohibiciones a los jóvenes para que estos se apasionen investigando lo verdaderamente trascendente.

¿Cómo crecimos, nos desarrollamos, llegamos a ser adultos varones y mujeres capaces de gestar y criar a los ejemplares que nos remplazarán cuando muramos? Muy fácil: nuestros padres, ingenuamente, nos dieron todo lo que nos ayudarían y nos prohibieron todo lo que nos perjudicarían.

Con esa fórmula sencilla, lograron manipular nuestros intereses haciendo que nos despreocupáramos de lo que nuestros padres y maestros consideraban valioso e investigando como apasionados científicos todo aquello que nos prohibieron.

El escenario fundamental está dado por la gran prohibición del incesto. Este impedimento sexual está tan proscripto que ni se puede hablar de él.

Los adultos que colaboraron en nuestra formación temblaban de miedo si surgía algún indicio de sexualidad entre consanguíneos: padres con hijos, entre hermanos, tíos con sobrinos. Quizá los primos era el primer nivel de tolerancia a nuestra pasión incestuosa. Sin publicitarlos, la sexualidad entre primos hermanos no era escandalosa, pero si se podía evitar, mejor.

Todo cuanto trataron de enseñarnos se convertía automáticamente en poco interesante, aburridor, fastidioso. Por el contrario, cualquier indicio de información o estímulo prohibidos, (texto, imagen, película), nos atraía poderosamente.

¿Qué ocurre ahora?

No por casualidad los padres ya no saben qué hacer con Internet. Están preocupadísimos porque suponen que en las redes está el demonio y, para peor, aquel padre que era más idóneo con los asuntos sexuales, resulta que hoy es un pobre infeliz que no tiene ni la  menor noción sobre cómo poner en hora un reloj digital.

En suma: los padres actuales están sufriendo más que los antiguos, están desorientados, pero todo está bien porque los jóvenes reciben como antaño esos intentos de prohibición que los estimulan para crecer y desarrollarse.

(Este es el Artículo Nº 1.991)